Trabajo y dinero: ¿Una maldición bíblica?
Trabajo y dinero: ¿Una maldición bíblica?
Gonzalo García Vazquez
De los estudios de Cesar Vidal, Carlos Alberto Montaner y Weber, (los cuales transcribo de manera casi literal) nacen unas de las tesis más interesantes de este tiempo para analizar en profundidad, que conectan instantáneamente sobre cuales son las raíces de la situación actual que estamos padeciendo y como, siguiendo a artículos anteriores escritos en esta publicación , necesitamos un CAMBIO de MENTALIDAD y de FORMA de PROCEDER que incluye a CIUDADANOS y CLASE POLITICA, comenzando por:
LA CONCEPCIÓN DEL TRABAJO:
La vieja EUROPA, en la cual han nacido-continuado dos corrientes de pensamiento que hasta el día de hoy se debaten en los foros más encendidos, a saber, la corriente HELENISTA-HEDONISTA y la corriente JUDEO-CRISTIANA, y dentro de esta última CATOLICOS y PROTESTANTES, han conformado el pensamiento de los ciudadanos e instituciones de los distintos países que la componen, como veis un buen menú navideño.
De entrada, la Biblia permitió descubrir –¡más de un milenio para darse cuenta!– que Adán ya había recibido de Dios la misión de trabajar antes de la Caída y que esa labor consistía en algo tan teóricamente servil como labrar la tierra y guardarla (Génesis 2: 15). Aquel sencillo descubrimiento cambiaría la Historia de Occidente –y con ella la de la Humanidad – de manera radical. Lutero-protestante, por ejemplo, pudo escribir: "Cuando un ama de casa cocina y limpia y realiza otras tareas domésticas, porque ése es el mandato de Dios, incluso tan pequeño trabajo debe ser alabado como un servicio a Dios que sobrepasa en mucho la santidad y el ascetismo de todos los monjes y monjas". En su comentario a Génesis 13: 13, el alemán señalaría en relación con las tareas de la casa que "no tienen apariencia de santidad, y, sin embargo, esas obras relacionadas con las tareas domésticas son más deseables que todas las obras de todos los monjes y monjas... De manera similar, los trabajos seculares son una adoración de Dios y una obediencia que complace a Dios". Igualmente en su exposición del Salmo 128: 2 añadiría: "Vuestro trabajo es un asunto muy sagrado. Dios se deleita en él y a través de él desea conceder Su bendición sobre vosotros". Calvino-protestante –al que se suele asociar un tanto exageradamente con la denominada ética protestante del trabajo – fue también muy claro al respecto. En su comentario al evangelio de Lucas 10: 38 afirmó: "Es un error el afirmar que aquellos que huyen de los asuntos del mundo y se dedican a la contemplación están llevando una vida angélica... Sabemos que los hombres fueron creados para ocuparse con el trabajo y que ningún sacrificio agrada más a Dios que el que cada uno se ocupe de su vocación y estudios para vivir bien a favor del bien común".
Para los autores protestantes, la base para llegar a esa conclusión no estaba sólo en los textos de la Biblia en general, sino, de manera muy especial, en el propio JESUCRISTO. Hugh Latimer, por ejemplo, señaló: "Es una cosa maravillosa que el Salvador del mundo, y el Rey sobre todos los otros reyes, no se avergonzara de trabajar, y de emplearse en una ocupación tan sencilla (carpintero). De esa manera, santificó todas las formas de trabajo". John Dod y Robert Cleaver volverían a ese tema afirmando que "el gran y reverendo Dios no despreció el comercio honrado... por humilde que fuera, sino que lo coronó con su bendición".
En España, por ejemplo, en 1492 (católicos) se había expulsado a unos judíos que tenían una visión del trabajo idéntica a la de los protestantes e, iniciado el siglo XVI, éstos tendrían que optar entre la hoguera o el exilio. Porque, desde luego, la visión del trabajo de los motejados como herejes era clara desde el principio y nada se parecía a la católica. Así, mientras se ventilaba la supervivencia de España como primera potencia de Europa, la nación siguió uncida a la idea de lo intolerable e infames que podían ser ciertos trabajos. Sus adversarios protestantes –que debieron dar gracias al Altísimo por ello– tenían un punto de vista muy diferente y, a pesar de tratarse, en general, de naciones más pobres y pequeñas, el resultado no pudo serles más favorable. Mientras Velázquez pintaba figuras regias y religiosas y se tomaba un respiro con bufones y tontos, el protestante Rembrandt retrataba escenas bíblicas y también pañeros (sí, pañeros) o a los médicos en medio de una lección de anatomía. Eran dos cosmovisiones bien distintas y no deja de ser revelador que la vencedora fuera la nación pequeña de Rembrandt con menos hidalgos quizá, pero más entusiasmo por el comercio y el trabajo manual. Sin embargo, ni siquiera las derrotas españolas provocaron un cambio de mentalidad con respecto al trabajo. En fecha tan tardía –los protestantes llevaban ya más de dos siglos y medio de ventaja en la idea de impulsar la bondad de cualquier trabajo – como el 18 de marzo de 1783, Carlos III mediante una Real Cédula intentó acabar con la "deshonra legal del trabajo". El intento del monarca ilustrado era excelente, pero chocaba con una mentalidad arraigada a lo largo de siglos. No es que los españoles fueran VAGOS como se suele repetir injustamente –y, al respecto, basta con ver el RESULTADO que dan fuera de España– pero no creían que el trabajo tuviera el mismo valor que le dan aquellos que nacieron y crecieron en naciones donde triunfó la reforma protestante, quizás sobran en España muchos de los SINDICADOS que CONTAMINAN al trabajador honesto, “porque una cosa es un TRABAJADOR y otra muy distinta es un OBRERO”.
Esa mentalidad sigue más que presente a día de hoy. En alguno de los viajes por EE.UU, en las reuniones de Agentes Inmobiliarios (Realtor) por más que les informo ellos –como los británicos, los suecos o los holandeses – tampoco consiguen entender, por ejemplo, por qué en España se paga un PLUS DE PUNTUALIDAD por llegar al trabajo a la hora.
EL DINERO Y EL PRESTAMO
De entrada, la cultura eclesiástica medieval vio siempre mal el préstamo a interés. No porque la Biblia dijera nada en su contra –no hay un solo párrafo en el Nuevo Testamento donde se arremeta contra prestamistas o banqueros–, sino porque Aristóteles (un genio, pero no en el terreno de la economía) escribió páginas contra el dinero y los préstamos que santo Tomás de Aquino y otros autores eclesiásticos repitieron con fruición. No sorprende que con ese punto de vista –de origen helénico-pagano y no cristiano– se multiplicaran las condenas del préstamo con interés. El Segundo concilio de Letrán (1139) prohibió su ejercicio a laicos y clérigos; el Tercero (1179) impuso a los prestamistas la pena de excomunión y les negó cristiana sepultura; el Cuarto (1215) ordenó el destierro incluso de los judíos que lo practicaran. El II Concilio de Lyon (1274) ordenó la expulsión de los prestamistas disponiéndose que los obispos que no los excomulgaran fueran suspendidos. El concilio de Vienne (1311) ordenó que se procediera a investigar a los gobernantes que toleraran el préstamo a interés y el de 1317 incluso calificó como herejía el negar que el préstamo a interés fuera pecado. Son sólo botones de muestra de una corriente continua que no veía la diferencia entre el préstamo con interés y la usura y que además aumentaba las penas –llegó a equiparar el préstamo con el ADULTERIO o la HOMOSEXUALIDAD– visto que no terminaban de extirpar el pecado de la grey. Algún economista ha afirmado recientemente que incluso la imposición de la CONFESION AURICULAR a inicios del siglo XIII (antes no era obligatoria para obtener el perdón de los pecados, era cara a cara con DIOS) estuvo directamente relacionada con el deseo de acabar con el préstamo a interés, pero no voy a entrar en ese tema.
Lo cierto es que negar que los préstamos a interés –un instrumento esencial para el tráfico comercial – pudieran ser lícitos tuvo consecuencias perversas. Por un lado, se acabó permitiendo el préstamo a interés, pero a los judíos, lo que los convirtió en chivos expiatorios de los odios que acaban sufriendo los que desean cobrar los créditos. Como ha mostrado Cesar Vidal en España frente a los judíos, a pesar del antisemitismo y de que periódicamente los judíos de corte recibían la muerte por los servicios prestados, los reyes hispanos siempre acababan por volverlos a llamar siquiera porque eran más eficaces y honrados que los clérigos y nobles que los sustituían ocasionalmente. Sin embargo, ésa no era solución. Por un lado, se fue formando una imagen satanizada –e injusta– de los judíos que explica, por ejemplo, la cadena de progromos de 1392 que acabó con la mayor parte de las juderías de la Península Ibérica un siglo antes de la Expulsión; por otro, obligó a pensar en maneras para financiarse que acabaron bordeando si es que no entrando claramente en la simonía y, finalmente, los problemas siguieron sin solventarse. A inicios del siglo XVI, el préstamo a interés había sido sustituido por un contrato trino –buen nombre para una institución derivada del deseo de desbordar disposiciones canónicas– que combinaba el mutuo, el comodato y el seguro. Algo era, pero resultaba abiertamente insuficiente y, desde luego, equivocado moral y económicamente.
Esa condena de la actividad bancaria tuvo funestas consecuencias para las naciones católicas que, como era de esperar, obedecieron los criterios de la Santa Sede al respecto o si los violaron lo hicieron de manera clandestina y con mala conciencia. De hecho, no podrían evitar en los siglos siguientes que buena parte de sus poblaciones relacionara –sigue haciéndolo – la simple actividad bancaria con algo sucio, pecaminoso o indigno. El Flandes católico, Lieja o Colonia sufrieron no poco con esa situación, pero, con todo, la peor parte le tocó a España. De manera espectacular e innegable, en unas décadas, los reformados protestantes desarrollaron la banca moderna y, lógicamente, se hicieron con su control. Incluso naciones especialmente atrasadas en esa cuestión a finales del siglo XVI habían avanzado mucho más que sus rivales católicas.
Sin embargo, España, por desgracia, no aprendió la lección y siguió despreciando los bancos y su actividad durante siglos. Como en el caso del trabajo al que quiso privar del carácter infamante que le daban los españoles, también Carlos III intentó que la nación se desprendiera de sus prejuicios. También fracasó en ese intento. Hasta mediados del siglo XIX no aparecieron los primeros bancos en España. De nuevo, la nación se había quedado varios siglos –en este caso más de CUATROCIENTOS AÑOS– retrasada en relación con la Europa donde había triunfado la Reforma. Por añadidura, el prejuicio continúa a día de hoy. Hace apenas unos días, Tomás Gómez, un dirigente socialista no caracterizado precisamente por sus aciertos económicos, llamaba a la gente a rebelarse contra los mercados. Lo hacía apenas unos días después de que la Comisión para justicia y paz de la Santa Sede condenara en un documento la "idolatría de los mercados". En el último caso, es bien cierto que algunos economistas católicos se apresuraron a decir por los pasillos que la Santa Sede podía ocuparse de cosas más importantes que disparatar en materia económica. Tenían razón, pero ya era un poco tarde para salvar el imperio español e igualarnos con otras naciones que comenzaron a adelantarnos hace casi medio milenio.
Os dejo unas fotos de la primera reunión en la CAMARA DE COMERCIO de Ponferrada. Y FELIZ NAVIDAD Y PROSPERO 2012.