Destino: Marrakech
Marrakech es un gran oasis en medio del desierto, desde donde uno puede ver, cual postal navideña, el Atlas nevado, sobre todo en los meses de invierno.
Una ciudad dividida en dos partes bien diferenciadas: la ciudad amurallada o Medina y la ciudad nueva, Guéliz, que está construida fuera de las murallas, y se extiende a lo largo de una gran avenida, Mohammed V, que parte desde la Kutubía cuyo minarete recuerda, por su parecido, a la Giralda de Sevilla. No en vano sirvió de modelo para la construcción del símbolo hispalense.
La ciudad nueva
En Guéliz es donde se encuentran algunos de los grandes hoteles y cafeterías. Es de destacar La Mamounia, hotel exótico, tal vez uno de los más lujosos de África, donde Churchill pasó gran parte de sus últimos años, y aun otros grandes, como Orson Welles y Rita Hayworth, que estuvieron alojados en el mismo. Para acceder a él se requiere de una vestimenta adecuada, en tenue bourgeoise, como me dijera en una ocasión el portero. Vestido de traje o similar y calzado con zapatos.
En cuanto a las cafeterías, la mayoría mantienen una estética parisina. Se me antojan excelentes Les Négociants y el salón de Thé Boule de Neige, sobre todo este último, donde se toman unos helados deliciosos, y el café es excelente.
Jemáa-el-Fna
Esta ciudad roja merece la pena ser visitada aunque sólo sea por su gran plaza, centro neurálgico de La Medina. La plaza de Djemaa-el-Fna, que es el centro de la Medina, se transforma cada día, y cada noche, en un gran teatro al aire libre, un lugar de encuentros, a veces licenciosos, un espectáculo impresionante, que te invita a participar.
Gracias a nuestro gran escritor Juan Goytisolo, quien le dedica un capítulo extraordinario en su libro "Makbara", esta plaza fue declarada Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad por la Unesco hace algunos años.
Es poco probable que exista una plaza similar en algún otro sitio del mundo. Uno puede quedarse absorto contemplando el caos sagrado de la animación: vendedores de cigarrillos, puestos de zumos, vendedores de plantas medicinales y pócimas, aguadores ataviados con sus trajes y sombreros rojos...
En la Jemáa siempre tienen su espacio los encantadores de serpientes, que se te acercan para colgarte el reptil en el cuello.Cuando cae la tarde los restaurantes alumbran sus bombillas y encienden sus parrillas para que los muchos visitantes que se acercan a la plaza puedan degustar su gastronomía. Es como si estuvieras envuelto por un incienso culinario, que te abrieran el apetito y las puertas de la emoción.
Por la plaza circulan día y noche bicicletas, burros cargados hasta los topes, carros tirados por personas, petits taxis y autobuses Alsa a unos pocos metros.
En la Jemáa siempre tienen su espacio los encantadores de serpientes, que se te acercan para colgarte el reptil en el cuello, y de paso te hagas la foto… "foto, foto, madame, monsieur, s’il vous plaît", siempre por unas monedas de cortesía. También están los moneros, cuya labor consiste en subirte el mono encima del hombro cuando menos te lo esperas, mujeres enmascaradas o enzarramacadas, que intentan tatuarte una rosa del desierto, son las mujeres veladas de la henna (al-hinna, en árabe), saltimbanquis y payasetes, faquires, tocadores de ilusiones en forma de tambores, panderetas, rabeles, banjos, vendedores de sueños…
Desde la terraza del Café de France se tienen panorámicas maravillosas de la plaza Jemáa, las azoteas de la ciudad, y el Atlas, que en ocasiones semeja a los Alpes. Este es una de mis terrazas preferidas.
¡Qué lo disfruten!¡
|Manuel Cuenya