A Sanaâ, Hind y Fouzia, que me invitaron a soñar. A Hayat, por su simpatía.
Cuando era un niño soñaba con un sitio como Marruecos, y cuando lo descubrí por primera vez me quedé impresionado, y aún sigo cautivado, aunque no sea oro todo lo que reluce en Al Maghrib. Ya sabemos que los fanáticos islamistas, los tiburones, quienes mandan, son unos osados, y la población está sumida en la ignorancia, con ese miedo o temor que causa una religión anclada, en tantos aspectos, en el Medievo. Aunque me entusiasma visitar Marruecos, pues es un sitio de gran belleza, en el que se vive de otro modo, conviene ser crítico y analizar todo. De lo
contrario, ya me hubiera ido a vivir allí. Algún día puede que me lance a la aventura. ¿Cómo podría sobrevivir en Marruecos? ¿Impartiendo clases de castellano? Tal vez en el Instituto Cervantes que está al final de la Avenida Mohamed V, en el barrio de Guéliz.
Por lo demás, encuentro muchas similitudes entre el Bierzo de hace treinta años y nuestro vecino del sur. Entonces los rapaces bercianos -al menos los del Alto-, y los marroquíes compartíamos hábitos, y en cierto modo una forma de vida. Como anécdota diré que también los bercianos apechugábamos en la casa, en el campo, o lo que fuera menester, teníamos disciplina, éramos respetuosos con los mayores y nos encantaba jugar en la calle, al fútbol, opio del pueblo, aunque fuera con algún bote de plástico, y montar en una bici varios a la vez. Siempre había alguno que se sentaba en la barra de la bici, como seguimos viendo a los guajes marroquíes, incluso en ciudades como Marrakech. La vida entonces era natural, olorosa, incluso jodida, como lo es en Marruecos para la mayoría de sus ciudadanos, habituados a vivir en condiciones precarias, cuando los ricos, una minoría, viven en un lujo ensoñador, obsceno, y ejercen un poder vomitivo, que resulta hipnótico y deslumbrante para el pueblo. Esta es la terrible realidad. Incluso en el Bierzo algunos rapacines andaban medio descalzos y medio desnudos, con los mocos colgando. Pero de esto ya nadie se acuerda, porque nuestra amnesia funciona como una apisonadora. Ahora todos nos creemos burguesitos, y así nos luce el pelo, siempre viviendo por encima de nuestros posibles, incluso y sobre todo materiales, fantasmas que somos, construyendo castillos en el aire, como
a buen seguro nos diría algún gabachín, que sí tiene por costumbre o cultura poner los pies sobre la tierra, materialistas y racionales que son los franchutes. No en vano ellos han heredado toda una filosofía fundamentada en el análisis. Pero esto es otro cantar, que daría para algún cancán.
El pueblo marroquí, sobre todo el berebere, me recuerda al berciano de hace algunos años. La gente, por lo general, es afectuosa, hospitalaria, sencilla, y te ofrecen lo que tienen porque están habituados a compartir, a complacer al visitante, que esté dispuesto a ofrecerles su amistad.
Cada vez que visito este país se me trastocan las neuronas, y siempre encuentro a gente maravillosa, que me abre su alma, como las ensoñadoras Sanaâ, Hind y Fouzia, la simpática Hayat y la hermosa Khadija, el afectuoso camarero berebere del Toubkal o el despierto Ibrahim, quienes me ayudan a conocer su cultura, su forma de ver la realidad.
Marrakech es un lugar cálido que te entra por los poros del alma y te deja como hipnotizado, cual si estuvieras en trance. Marrakech es un gran oasis en medio del desierto, desde donde uno puede ver, cual postal navideña, el Atlas nevado, sobre todo en los meses de invierno.
Marrakush, en árabe, es la ciudad que da nombre al país, Marruecos o Al-Maghrib, la puesta de sol, el rojo sangre que te salpica las neuronas, el ocre que te colorea la piel y te trastoca los sentimientos hasta hacer que te brote en todo su esplendor la afectividad y aun la ternura.
Es tal mi pasión por esta ciudad que, en los últimos años, he viajado en varias ocasionas a la misma. Y siempre encuentro algún motivo para regresar. Cuando uno encuentra un lugar en el que se siente a gusto, como es el caso de esta ciudad, no hay nada mejor que visitarla cuantas veces sea necesario. Y aun podría ser interesante y estimulante vivir en ella durante algún tiempo. En estos últimos años se nota que la ciudad se ha convertido en un hormiguero de turistas, que provienen de diferentes países de Europa, incluso de América, además de los muchos marroquíes que prefieren pasar sus vacaciones de invierno o primavera en esta ciudad, porque en verano supera los cuarenta grados de temperatura. Sin duda, las mejores estaciones para visitarla son el invierno y la primavera. No es sólo la belleza de la ciudad, la que atrae a los visitantes, sino su vida animada, sus gentes hospitalarias y abiertas.
El escritor Paul Bowles, apasionado de la cultura marroquí, llegó a escribir que sin la plaza de Xemáa o Jemáa-el-Fna, Marrakech no sería más que una ciudad como las demás. Puede que esto siga siendo cierto, incluso en la actualidad, porque esta ciudad roja merece la pena ser visitada aunque sólo sea por su gran plaza, centro neurálgico de La Medina. Sin embargo, Marrakech no se agota en esta plaza, ni siquiera en la vieja ciudad o medina.
Marrakech es una ciudad dividida en dos partes bien diferenciadas: la ciudad amurallada o Medina y la ciudad nueva, Guéliz, que está construida fuera de las murallas, y se extiende a lo largo de una gran avenida, Mohammed V, que va desde la Kutubía hasta un pequeña montaña seca a las afueras de la ciudad nueva. El minarete de la Kutubía recuerda, por su parecido, a la Giralda de Sevilla. No en vano sirvió de modelo para la construcción del símbolo hispalense. Asimismo, la Kutubía o Koutoubia sirve como punto de orientación al despistado visitante, viajero o turista.
En Guéliz es donde se encuentran algunos de los grandes hoteles y cafeterías. Entre los hoteles cabe destacar el Sofitel Marrakech, y dentro de la Medina está La Mamounia, hotel exótico, tal vez uno de los más lujosos de África, donde Churchill pasó gran parte de sus últimos años, y aun otros grandes, como Orson Welles y Rita Hayworth, que estuvieron alojados en el mismo. También en este hotel vemos a Stewart y Doris Day en El hombre que sabía demasiado. Aunque sólo sea por curiosidad, debido a su prestigio, merece una visita. Sin embargo, para acceder a él se requiere de una vestimenta adecuada, en tenue bourgeoise, como me dijera en una ocasión el portero. Vestido de traje o similar y calzado con zapatos. Nada de tenis ni playeras. En cuanto a las cafeterías, la mayoría mantienen una estética parisina. Se me antojan excelentes Les Négociants y el salón de thé Boule de Neige, sobre todo este último, donde se toman unos helados deliciosos, y el café es excelente, lo que no resulta frecuente en esta ciudad, puesto que los marrakchíes, al igual que el resto de marroquíes, prefieren el té a la menta, su whisky bereber.
En realidad, Guéliz es una ciudad construida según estilo francés, lo cual puede llegar a sorprender al viajero o turista, que crea que ésta es una ciudad bien árabe.
La plaza de Djemaa-el-Fna, que es el centro de la medina de Marrakech, se transforma cada día, y cada noche, en un gran teatro al aire libre, un lugar de encuentros, a veces licenciosos, un espectáculo impresionante, que te invita a participar. En esta plaza uno siempre acaba encontrando su sitio.
Djemáa o Jamáa-el-Fna significa mezquita de los moribundos o de la finitud, también se le conoce como la plaza de los muertos o del Apocalipsis, porque en otros tiempos era el lugar donde se ejecutaban a los criminales. Gracias a nuestro gran escritor Juan Goytisolo, quien le dedica un capítulo extraordinario en su libro Makbara, esta plaza fue declarada patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad por la Unesco hace ya algunos años. Y en ella rodó Hitchcock algunas secuencias de El hombre que sabía demasiado, cuando esta plaza albergaba la estación de autobuses (la gare routière). Es poco probable que exista una plaza similar en algún otro sitio del mundo. La plaza es en sí misma un espacio abierto en todos los sentidos del término, donde tienen cabida propios y extraños, seres de toda raza y condición, artistas y viajeros, un espacio donde las clases y jerarquías sociales se diluyen, como bien dijera Goytisolo. En la Jemaa entras en un mundo mágico, que por otra parte te devuelve a tu infancia de cuentacuentos al amor/calor de una lámpara de petróleo cual si estuvieras en un cuento maravilloso de Las mil y una noches.
Uno puede quedarse absorto contemplando el caos sagrado de la animación: vendedores de cigarrillos, que no dejan de sonar sus monedas, como llamada de atención, puestos de zumo natural, zumos sabrosos y baratos, a tres dirhams el zumo, y si tomas dos, el vendedor te suele invitar al tercero, vendedores de plantas medicinales y pócimas, viejos y ciegos sentados en espera de que Alá o algún turista les obsequie unas monedas, aguadores ataviados con sus trajes y sombreros rojos, dispuestos a tocarte la campanilla y ofrecerte un vaso de agua a cambio de unos dirhams, puestos de caracoles, multitud de improvisados restaurantes al aire libre, climatizados, como me dijera el simpáticoIbrahim, en los que puedes comer desde unos calamares fritos hasta un cuscús, tajine o pinchitos morunos… y como postre, y a veces invitación, un té a la menta. Cuando cae la tarde los restaurantes alumbran sus bombillas y encienden sus parrillas para que los muchos visitantes que se acercan a la plaza puedan degustar su gastronomía, hay tipos, habilidosos y políglotas, que te abordan para que vayas a su puesto, te acomodas o te acomodan en un banco que compartes con otros comensales, de modo que puedes conversar con ellos, la competencia entre los puestos de comida está servida, cada restaurante tiene su número marcado (extremadamente organizado en la actualidad), todos se parecen, y en cualquiera de ellos se puede comer bien, siempre que uno no sea demasiado escrupuloso con la higiene. Salta a la vista que no tienen agua corriente para lavar los platos. No importa. Uno debe olvidarse de la asepsia europea. Los aromas a comida, el humo que se desprende de las parrillas, ahúman tu ropa y aun tu espíritu, y eso hace que te sientas vivo. Es como si estuvieras envuelto por un incienso culinario, que te abrieran el apetito y las puertas de la emoción. Uno no debe dejar de probar esa experiencia. Sin embargo, si prefieres un sitio barato, donde se comen sabrosos tajines, y excelentes yogures, lo mejor es acercarse a la Crémerie Toubkal, enfrente del Hotel CTM. Tiene el Toubkal una terracita bien agradable desde la que uno puede contemplar la animación de la Jemáa.
Por la plaza de Jemáa-el-Fna circulan día y noche bicicletas, burros cargados hasta los topes, carros tirados por personas, petits taxis y autobuses Alsa a unos pocos metros.
En los últimos tiempos Marrakech se ha vuelto prostibularia, a resultas de las muchos buscones y meretrices que llegan a esta ciudad, y la misión de esta brigada turística no consiste en velar por los intereses de los turistas, como cabría suponer, sino en dar buena imagen de cara a la galería. Llegado el caso la brigada aprovecha para sacarse un dinero extra. Sabemos que la verdadera corrupción está en la propia brigada, y quienes tienen capacidad de ejercer poder. Lo mejor, a partir de altas horas, es abandonar la plaza en busca de un café o restaurante, por ejemplo el café de France, Argana, o cualquier otro. Incluso acercarse a la Bab Agnaou o Passage de Prince, que es una calle bien animada, con muchos pequeños cafés y restaurantes.
Desde la terraza del Café de France se tienen panorámicas maravillosas de la plaza Jemáa, las azoteas de la ciudad, y el Atlas, que en ocasiones semeja a los Alpes. Este es una de mis terrazas preferidas. Juan Goytisolo es cliente habitual del Café de France. Allí fue donde tuve la oportunidad de charlar con él en una ocasión, hace ahora unos siete años. Aquel día iba en compañía de mi alfaquí Hayat, quien se quedó sorprendida de que Goytisolo hablara tan bien árabe marroquí.
Manuel Cuenya