“¿Quién iba a decirnos que el mejor modo de votar sería no hacerlo?” J.J. Millás
Ley del ostracida y democracia. Según esta ley, en Atenas, cada año (entre enero y febrero), una vez recogidas las cosechas, los ciudadanos se reunían en el ágora, en asamblea solemne (“catekklesía”). Y lo hacían para designar, democráticamente, la o las persona(s) que debía(n) ser condenadas a ostracismo (i.e. desterradas). Para ello, los votantes escribían, con un punzón, sobre una fragmento de cerámica o sobre una concha de ostra (“óstrakon”, en griego; de ahí el nombre de ostracismo), el nombre o los nombres de aquellos ciudadanos o políticos cuyo destierro era necesario, porque ponían en peligro la democracia, el bien público y el bienestar social. Aquellos que obtenían mayoría de votos debían abandonar la ciudad, en un plazo de 10 días, y permanecer exiliados durante 10 años.Destierro para Jordi Cañas. El pasado 19 de abril de 2014, en Diálogo Libre (DL), leí con mucho interés una noticia titulada “Piden el destierro para Jordi Cañas”. Según DL, el grupo musical Brams, en una de las canciones de su nuevo disco, pide la orden de alejamiento para el ex diputado de C’s. ¿Por qué tal condena musicalizada? Según los inquisidores del grupo Brams, por la defensa que el ex diputado de C’s ha hecho del español en Cataluña, denunciando la inmersión lingüística. Con su canción condenatoria del hoy ex diputado Sr. Cañas, este grupo musical, me ha hecho recordar la “ley del ostracida”, aplicada a partir de 487 a. C., en Atenas.
Ley del ostracida y democracia. Según esta ley, en Atenas, cada año (entre enero y febrero), una vez recogidas las cosechas, los ciudadanos se reunían en el ágora, en asamblea solemne (“catekklesía”). Y lo hacían para designar, democráticamente, la o las persona(s) que debía(n) ser condenadas a ostracismo (i.e. desterradas). Para ello, los votantes escribían, con un punzón, sobre una fragmento de cerámica o sobre una concha de ostra (“óstrakon”, en griego; de ahí el nombre de ostracismo), el nombre o los nombres de aquellos ciudadanos o políticos cuyo destierro era necesario, porque ponían en peligro la democracia, el bien público y el bienestar social. Aquellos que obtenían mayoría de votos debían abandonar la ciudad, en un plazo de 10 días, y permanecer exiliados durante 10 años.
Con esta genuina práctica democrática, los ciudadanos de Atenas luchaban y se protegían contra la tiranía; contra el abuso, el beneficio propio, la omisión o la negligencia en el desempeño de los cargos públicos; contra la acumulación excesiva de poder; contra la corrupción; y contra el secuestro de las libertades públicas. La “ley del ostracida” era, por lo tanto, un arma democrática contra la casta política que representaba un peligro para la comunidad y para la democracia. Era un mecanismo de autodefensa popular del bien público. Era un voto de pérdida de confianza política. Se trataba, en suma, de un antídoto o medida preventiva contra las intrigas y conjuras de la casta política, que podían debilitar y/o anular la prístina democracia directa.
Según la sabiduría popular, el “homo politicus”, como la cabra, siempre tira al monte; y, según la sabiduría clásica, “homo homini lupus”. Por eso, incluso en la Grecia clásica, —cuna de la democracia, ejemplo en tantos campos y contribuyente neta al acerbo cultural occidental— la “ley del ostracida” también se desvirtuó, con el tiempo, y empezó a ser utilizada torticeramente para deshacerse de personajes incómodos e influyentes o contrincantes políticos, así como para buscar chivos expiatorios. En efecto, el análisis grafológico de centenares de “ostraca” (conchas de ostra o trozos de cerámica) ha permitido constatar que los nombres inscritos en ellas sólo habían sido cincelados por una docena de manos diferentes. Esto denota que las “ostraca” se preparaban de antemano y se distribuían a los votantes, lo que implica que el voto estaba dirigido y/o manipulado. Ahora bien, este uso torticero no pone en entredicho la institución de la“ley del ostracida” sino, una vez más, el uso que de ella se ha hecho, también en la Grecia clásica, por parte de la casta política.
Democracia “formal” española. La “ley del ostracida” está en las antípodas de la llamada “democracia formal” actual española (aquella del “tú, vota y calla durante 4 años, hasta que vuelva a pedirte el voto para que yo pueda seguir amorrado a las ubres de los presupuestos del Estado”). En efecto, la denominada “democracia formal” española es una falsa democracia o una farsa, ya que la auténtica es aquella que no necesita ni uno, ni dos,… ni “ocho apellidos vascos” o catalanes o... La democracia auténtica, la genuina, no necesita ser adjetivada o calificada. Es democracia a secas y punto. La democracia con apellido (la formal) es un sucedáneo, una mala copia de la auténtica (la directa), que ha sido puesta en circulación en ese desprestigiado y fraudulento bazar chino en que se ha convertido la vida política española.
La regeneración del putiferio político español, a todos los niveles, sólo será posible si se instaura y se aplica rigurosamente el espíritu de la “ley del ostracida”: alejar de la actividad política a todos aquellos que llegan para servirse de ella en beneficio propio y no para servir a la sociedad y a los ciudadanos. El poder no les ha corrompido, como se suele decir, son ellos los que han corrompido el poder. Por eso, es absolutamente necesario implantar las listas abiertas totales (votar a personas y no a partidos); y, como complemento imprescindible, poder no sólo revocar a los elegidos, sin esperar 4 años, sino también inhabilitarlos para la vida política (condenarlos a ostracismo), si no cumplen con el programa con el que se presentaron a las elecciones. Además, en los tiempos que corren, no es de recibo el aforamiento (el derecho de pernada político) del que gozan los de la casta política.
Por otro lado, habría que resucitar a Montesquieu y con él la división de poderes, para que se limiten mutuamente y no estén conchabados como sucede ahora. La separación de poderes es la base de la seguridad jurídica, que es a su vez el fundamento del Estado de derecho. Por eso, los ciudadanos españoles han perdido la confianza en la justicia, que es vivida como una injusticia (por lenta, por ser un producto de lujo para el ciudadano medio-bajo, por no ser ciega, por ser dependiente del poder ejecutivo, etc.). Para terminar, y sin ánimo de ser exhaustivo, quiero subrayar que es un imperativo vital el instaurar y el exigir la democracia interna en todos los partidos, incluso en aquellos que se pavonean de hacer política de otra forma (C’s, UPyD, etc.) y acabar con las amenazas testiculares de los Alfonso Guerra de turno, que utilizan el látigo amenazador que esculpe, en las mentes de los militantes, el mensaje conminatorio: el que se mueve no sale en la foto.
Por todo ello y como escribí en otro lugar, no es una casualidad sino una causalidad que la casta política española tenga mala prensa, desde hace muchos años: es el segundo problema más importante para los españoles, según el CIS; sale del “todo a cien de los partidos”, según el verbo certero de una todóloga de pro; no es la solución de los problemas de España, sino parte de sus problemas, según José Saramago, que no es sospechoso de ser antidemócrata, cuando escribió que “sin política no se puede organizar una sociedad. El problema es que la sociedad está en manos de los políticos”.
Ahora bien, no pidamos peras al olmo. Como reza un aforismo mejicano, “estamos en una pocilga donde los cerdos no se dan dentelladas ni se comen unos a otros”. O, como dice la sabiduría popular, perro no come carne de perro.
La regeneración no caerá del cielo como el maná, cuando los judíos huían de Egipto y atravesaban el desierto. Esto sólo se conseguirá, si los ciudadanos les obligamos a ello. ¿Cómo? No asistiendo ni participando en eso que la casta política de todo signo llama “fiesta de la democracia” y que, en realidad, no es más que un contubernio en el patio de Monipodio, para repartirse el territorio de sus fechorías y el botín conseguido. Pensando en las sucesivas campañas electorales que se avecinan, yo me pregunto e invito a los lectores a que se pregunten, como lo hacía, muy atinadamente, hace algunos meses, J.J. Millás: “¿Quién iba a decirnos que el mejor modo de votar sería no hacerlo?".
© Manuel I. Cabezas González
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