“Si hemos nacido con dos ojos, dos orejas y una lengua, deberíamos ver y oír dos veces antes de hablar” Relato sufí
Ars bene dicendi
La retórica o “ars bene dicendi” tuvo su origen en la Grecia clásica de la mano, entre otros, de Anaxímenes de Lámpsaco (Retórica a Alejandro) y de Aristóteles (Retórica). Con estas obras pretendieron enseñar el arte de expresarse oralmente de manera adecuada y eficaz. Ahora bien, con el paso del tiempo, la retórica se aplicó también a la expresión escrita. Por eso, excepto durante el Romanticismo (s. XIX), la retórica siempre formó parte de los sistemas de enseñanza en Occidente. Y, por esta razón, las obras de retórica se fueron multiplicando a lo largo de los siglos.
Entre estas publicaciones está la de Bernard Lamy, “Art de parler” (1675), que tuvo mucho éxito en su tiempo. Cuando B. Lamy hizo entrega de la misma al Cardenal Le Camus, éste, para agradecerle el gesto, le dijo: el arte de hablar “es, sin duda, un arte excelente, pero ¿quién nos escribirá ‘El arte de callarse’?” En esta anécdota está el origen del opúsculo del abate Dinouart, ‘L’art de se t’aire’* (El arte de callarse), que fue escrito y publicado, en 1771, y que fue reeditado varias veces, incluso hoy día, y traducido a otros idiomas.
El arte de callarse
En la primera parte de su ensayo, Dinouart define lo que es el silencio. Éste no consiste sólo en cerrar el pico y abandonar el uso del lenguaje. Por cierto, este silencio es el paso obligado para pensar, reflexionar, informarse y preparar lo que se quiere comunicar; sólo así no se utilizará la palabra o la pluma en vano y sin fundamento. Ahora bien, el silencio es también una forma de comunicación mediante sistemas de signos no-verbales; por eso, Dinouart hace referencia al “silencio que habla”, al silencio como instrumento para decir y hacer.
Estas dos concepciones del silencio lo conducen, en la segunda parte de su opúsculo, a explicitar y analizar los tres graves errores que se cometen cuando se habla o se escribe. Por un lado, “muchas veces, se escribe o se habla mal”, al no haber cuidado y mimado la “lexis” (redacción y revisión del texto o discurso), dedicándole el tiempo necesario; y, también, porque la competencia lingüística del que habla o escribe tiene más agujeros o lagunas que un queso gruyer. Por otro lado, añade Dinouart, “frecuentemente, se escribe o se habla demasiado”, porque no se cuida la “euresis” (preparación de lo que vamos a decir) ni la “taxis” (la estructuración de lo que se ha decidido verbalizar). Y, finalmente, “no siempre se escribe o se habla bastante”, cuando la situación lo exige. Este último error, precisa Dinouart, es el fruto de un tipo de silencio, el “silencio del miedo y de la cobardía”, que es el silencio de aquel que calla cuando es imperativo hacer sentir la voz. Este silencio y este error son característicos del que se impone la autocensura, con el fin de auto-silenciarse como disidente, amparando así al delincuente y declarándolo impune.
Del análisis de estos tres errores, el abate Dinouart deduce los “principios necesarios para explicarse” de manera eficaz, mediante la palabra o la pluma. Me permito recordar algunos, que ponen el dedo en la necesidad de gestionar, “comme il faut”, el silencio:
1. Sólo se debe dejar de callar cuando lo que se va a decir sea más valioso que el silencio.
2. Hay un tiempo para callar (reflexionar), igual que hay un tiempo para hablar.
3. El tiempo de callar (reflexión) debe preceder al de hablar.
4. Nunca se sabrá hablar bien, si antes no se ha aprendido a callar (reflexionar).
5. Uno es débil y cobarde si calla cuando está obligado a hablar; y muestra ligereza e indiscreción, cuando habla o escribe cuando debe guardar silencio.
6. Hay que tener mucho cuidado al hablar porque la palabra dicha no vuelve atrás.
7. Tan meritorio es explicar bien lo que se sabe cómo callar lo que se ignora.
“¿Por qué no te callas?”
Estas máximas de Dinouart y sus reflexiones sobre el “arte de callarse” son intemporales y, por lo tanto, de plena actualidad. Por eso, pueden ayudarnos a analizar y comprender el comercio lingüístico de los españoles, caracterizado por una “colitis verbal” aguada y, en general, previsible. Como ha escrito Javier Marías, “lo raro es que aquí (en España) alguien guarde silencio, por falta de opinion fundada, por perplejidad, por prudencia, por dudas, por no tener nada que aportar. Lo habitual es que a todo el mundo se le llene la boca en seguida”. Pensemos en los “maestros Ciruela de la casta política” o en los “todólogos” o simplemente en los familiares y amigos reunidos en torno a una mesa. A todos ellos, ante la verborrea desenfrenada de la que hacen gala, se les podría interpelar utilizando el “¿Por qué no te callas?” que Juan Carlos I le “espetó” al fenecido presidente Hugo Chaves.
En efecto, en España, nunca se ha escrito tanto como hoy (72.000 libros nuevos cada año, millones y millones de artículos, comentarios, tuits, Whatsapp, SMS, correos, chats, blogs,…); nunca se ha hablado tanto y en tantos foros; y nunca se nos ha sometido, en todo tipo de soportes, a tal saturación de imágenes, sonidos y mensajes. Y, por otro lado, los españoles nunca hemos sido tan dados a pontificar sobre lo divino y lo humano, a desmelenarnos lingüísticamente hablando, a tomar la palabra porque tenemos que decir algo y no porque tenemos algo que decir, en vez de guardar un sepulcral silencio.
Esta hipertrofia lingüística demuestra que los españoles no sabemos guardar silencio y, por lo tanto, no sabemos ni reflexionar ni comunicar. Este tipo de comportamiento ha sido criticado reiteradamente, a lo largo de la historia, por muchos de los sabios que en el mundo han sido, con una serie de apotegmas: “Quien sabe hablar, sabe también cuándo hacerlo” (Pitágoras); “Para saber hablar es preciso saber escuchar” (Plutarco); “El que callar no puede hablar no sabe” (Séneca); “Rompe tu silencio sólo si tienes algo que decir“(Abbé Dinouart); o como enseña un relato sufí, “si hemos nacido con dos ojos, dos orejas y una lengua, deberíamos ver y oír dos veces antes de hablar”.
En boca cerrada no entran moscas, reza el refrán. Pero, ¡qué lejos estamos de seguir el ejemplo de José Saramago! Un día, una joven periodista le preguntó: "Maestro, tras su primera novela, dejó de escribir durante 20 años, ¿por qué?". A lo que el autodidacta premio Nobel portugués le respondió: "No tenía nada que decir”. A los “maestros Ciruela de la casta política, a los “todólogos” y a los españoles, en general, nos iría mucho mejor si siguiéramos el ejemplo de Saramago y si abriéramos menos el pico. Así, no nos sucederá lo que le pasó a la bella, tentadora y lozana hembra del chiste que cuenta Pérez-Reverte en uno de sus interesantes textos dominicales. En una cafetería, un apuesto caballero la cubrió de caricias verbales y, ante su reserva y su pertinaz silencio, el caballero le rogó encarecidamente: “Respóndame, por favor. Dígame algo”. A lo que la Eva tentadora y de carnes prietas le respondió: “¿Pa qué? ¿Pa cagarla?” Verde y con asas: cuidado con romper el silencio, ya que podemos “cagarla”, y permitamos que hable el silencio
© Manuel I.
Cabezas González
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