Puigdemont, tras votar en el Parlament el pasado 27 de octubre la resolución de Junts pel Sí y CUP que declaraba constituido el “estado independiente en forma de república”, se reunió con sus consejeros en el Palau de la Generalitat para fijar la estrategia a seguir una vez que fueran previsiblemente cesados por el Gobierno español, como así ocurrió pocas horas después. Nada trascendió de lo allí tratado. El líder secesionista, antes de salir por la puerta de servicio, no tuvo siquiera la gallardía de salir al balcón para arriar la bandera española, como sí hicieron los alcaldes de Sabadell y Gerona esa tarde, y saludar a los seguidores que se habían congregado en la Plaza de San Jaime para festejar tan fausto acontecimiento. No en vano habían pasado 83 años desde que su predecesor Companys declarase el Estado Catalán de la República Federal Española, un invento que duró 11 horas.
Volando voy, volando vengo
Después de visitar Gerona, Puigdemont reapareció en Bruselas donde el martes convocó una rueda de prensa para explicar el motivo de su viaje al corazón de la UE: denunciar la falta de democracia en España. Quien sin ningún recato se había saltado todas las reglas democráticas en Cataluña durante dos años, leyó una declaración en la que cuestionaba la división de poderes, presentaba al Estado como una feroz maquinaria represiva, y dejaba caer que no volverá hasta obtener garantías de que tendrá un juicio justo. Argumentos que caían por su propio peso porque mientras difundía Puigdemont sus infundios en francés, catalán y castellano, Junqueras y el resto de líderes secesionistas anunciaban que concurrirán a las elecciones autonómicas convocadas por el Gobierno el 21-D. Quizá la mejor réplica al cinismo del nada honorable expresidente se la dieron Michel, primer ministro belga, que le recordó su condición de mero ciudadano europeo, y Peeters, viceprimer ministro, que le reprochó que “cuando se pide la independencia, más vale quedarse cerca de su pueblo”.
Pocas horas después, la juez Lamela citaba al expresidente y miembros de su gobierno a comparecer en la Audiencia Nacional (AN) el 2 y 3 de noviembre para responder de los delitos de rebelión o sedición y malversación de caudales públicos. Además, la instructora les dio un plazo de tres días para depositar una fianza de 6.207.450 euros y evitar el embargo de sus bienes. Se acabó el tiempo de las mofas en el Parlament y llegó la hora de responder ante los jueces de los delitos que se les imputan. Dos de los consejeros que le acompañaron a Bruselas, Forn y Borràs, regresaron para comparecer en la AN, no así Puigdemont y los exconsejeros Comín, Ponsatí, Puig y Serret que pretenden declarar en Bélgica y quieren obligar a la juez a dictar una euroorden de detención. El propósito evidente de Puigdemont es alargar la tensión y aprovechar su estancia en Bruselas –por cierto, se debería investigar quién abona las facturas– para seguir cuestionando la democracia española. Todo vale para este presunto delincuente que considerándose todavía presidente del ‘legítimo’ gobierno de Cataluña no tiene inconveniente en postularse para encabezar las listas de su partido el 21-D.
Golpe a nuestra democracia
Comprendo que Puigdemont y sus consejeros consideren excesivas las penas aparejadas con los delitos de secesión (entre 4 y 15 años) y rebelión (entre 15 a 30 años). A nadie le gusta la perspectiva de pasar tanto tiempo entre rejas. Ahora bien, ¿qué otra cosa podían esperar quienes de manera reiterada han promovido resoluciones y leyes en el Parlament de Cataluña encaminadas a constituir un estado independiente, contraviniendo abiertamente la Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional? Y, ¿qué podía hacer el Estado después de que el 27 de octubre aprobaran una última resolución donde afirmaban “constituimos la República catalana, como estado independiente y soberano”? ¿Acaso esperaban que el Estado continuara pagándoles el sueldo y riéndoles sus gracietas? La auténtica anomalía democrática habría sido que el Rey, el Gobierno y el Senado no hubieran reaccionado ante “un inaceptable intento de secesión”.
Por mucho que se empeñe Puigdemont en desacreditar nuestra democracia, lo cierto es que ningún Estado democrático contempla su posible ruptura y todos los ordenamientos constitucionales prevén elevadas penas para los delitos de insurrección, traición, rebelión o sedición. Los Estados de la UE, a los que Puigdemont apela cínicamente, no habrían sido tan comprensivos como el Gobierno español en caso de haberse producirse un desafío similar en algún departamento, región autónoma o estado. Todos los Estados democráticos, sin excepción, exigen lealtad a la Constitución, considerada “la ley suprema del país” y los delitos de insurrección, traición, rebelión, cohecho u otros delitos y faltas graves son motivo suficiente para destituir a los representantes de los ciudadanos e inhabilitarlos para el ejercicio de cargos públicos.
Nada hay de anómalo o extraordinario en la destitución de Puigdemont y sus consejeros ni en el encarcelamiento de los líderes de la ANC y Òmnium unas semanas antes. Quienes se sorprenden de que la juez enviara a los ocho exconsejeros a la cárcel el 2 de noviembre quizá no han leído el auto motivado de 19 folios en los que Lamela explica por qué “la medida de prisión provisional es pertinente y proporcionada”, tras examinar las actividades desplegadas ) durante varios años por los miembros del gobierno de la Generalitat coordinadamente con los partidos (ERC, CDC-PDE-Cat y CUP) y las asociaciones secesionistas (ANC, Òmnium y AMI, la gravedad de los delitos que se les achacan, y la determinación de los encarcelados de seguir delinquiendo. Por cierto, en la orden de detención cursada el 3 de noviembre contra Puigdemont y los cuatro exconsejeros huidos, la juez les imputa también los delitos de desobediencia y prevaricación. Estamos a la espera de que un juez belga decida su futuro inmediato.
La ‘izquierda’ nacionalista
El PSC calificó en un comunicado de desproporcionada la medida cautelar adoptada por la juez, e Iceta ha iniciado su campaña electoral pidiendo mayor autonomía y un gran acuerdo de la izquierda y el centro. Al coro de partidos y asociaciones secesionistas, se sumó Iglesias,
de toda la vida, que dijo avergonzarse de que “en mi país -¿cuál será?– se encarcelen a opositores”. Mención especial merece Colau que consideró el auto un “despropósito jurídico” y acusó a Lamela de prevaricar, puesto que su decisión “sólo se explica por el espíritu de venganza” y el deseo de “humillar a las instituciones catalanas y sus legítimos representantes”. Colau y su avispado politólogo de cabecera (Domenech) ejemplifican la pueril actitud de los movimientos populistas para los que saltarse las leyes es el no va más de la democracia y meter en prisión a quienes se las saltan un despropósito.
En la manifestación cívica celebrada en Barcelona el 29 de octubre, Frutos, ex-secretario del PCE, tomó la palabra en “nombre de una izquierda no nacionalista, suponiendo, permitidme la ironía, que haya una izquierda nacionalista”, para reafirmar el compromiso con la convivencia y denunciar a la pseudo izquierda cómplice del nacionalismo, dispuesta a erigir barreras entre españoles. La claudicación de ERC, CUP y CSQEP, y el PSC en menor medida, al programa pujolista de construcción nacional explica por qué el secesionismo ha llegado tan lejos en su reto al Estado y por qué el Gobierno optó finalmente por una intervención minimalista al aplicar el 155. A los constitucionalistas nos corresponde desenmascarar de aquí al 21-D a la pseudo izquierda nacionalista y velar para que Puigdemont, sus consejeros y los líderes de la ANC y Òmnium respondan ante la justicia.