Terminábamos nuestra última entrega (cf. El Buscador nº 75) citando a Salvador de Madariaga y afirmando que, desde la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XIX, la cuestión lingüística no planteó ningún problema en España y que el español fue adquiriendo cada vez más importancia y fue conquistando nuevos espacios de comunicación, no por la imposición autoritaria de los poderes del Estado, sino por su prestigio, su pujanza y su peso específico, largamente acreditados y arraigados
No obstante, a mediados del s. XIX (para el catalán y el gallego) y a finales (para el vascuence), en todas las regiones con una lengua vernácula diferente del español, se manifestó, influenciado por el Romanticismo, un interés creciente por las lenguas peninsulares, así como por el pasado histórico y literario de las mismas. De esta forma, se inició una recuperación y una reivindicación de las lenguas vernáculas como instrumentos de creación literaria y como objetos de estudio y de normativización.
Así surgió el llamado “nacionalismo lingüístico”, en el que la lengua es sólo una excusa o coartada o instrumento para llevar a cabo la conquista, el monopolio, el disfrute y la conservación del poder.Y esto comenzó a ser utilizado, como bandera política y como banderín de enganche, para fundamentar y justificar las reivindicaciones nacionalistas de autonomía política y/o de construcción y/o de invención de una nación, principalmente en Cataluña y el País Vasco. Así surgió el llamado “nacionalismo lingüístico”, en el que la lengua es sólo una excusa o coartada o instrumento para llevar a cabo la conquista, el monopolio, el disfrute y la conservación del poder.
Estas aspiraciones y reivindicaciones lingüísticas y políticas no siempre fueron secundadas por el poder central del Estado y sufrieron los vaivenes de los traumáticos cambios políticos de la primera mitad del siglo XX, alternando los cortos períodos tolerantes con otros, más largos, en los que la intransigencia política y lingüística fue total.
El primer cuarto del siglo XX fue de relativa permisividad (se permitió el uso de las lenguas vernáculas en ciertos contextos: ámbito local y regional, así como la enseñanza en lengua vernácula, en ciertos colegios). Ahora bien, durante la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), se prohibió la enseñanza de las lenguas regionales (Real Decreto de 11 de junio de 1926). Sin embargo, con la llegada de la Segunda República (1931-1939), se inauguró un nuevo período dialogante y permisivo, durante el cual se dio satisfacción a las reivindicaciones lingüísticas y políticas de las regiones con una lengua vernácula. En efecto, se hizo un reconocimiento constitucional de las precitadas lenguas para que pudieran ser utilizadas y enseñadas (Art. 4 y 50 de la Constitución republicana de 1931), y se aprobaron los Estatutos de autonomía de Cataluña (1932) y del País Vasco (1936), en los que se reguló también la cuestión lingüística.
“La visceralidad y el prejuicio apasionado se han impuesto al rigor técnico o al sentido común” (...) “creando división donde sólo hay unión y conflicto donde sólo hay armonía” (Vidal-Quadras).Ahora bien, el golpe de Estado de 1936 y la instauración del Régimen Franquista (1939) acabaron con los “brotes verdes” republicanos, que presagiaban y prefiguraban un oasis político y lingüístico en Cataluña y en las otras regiones, en las que una parte de sus habitantes tenían también una lengua vernácula diferente del español. La victoria de los golpistas provocó no sólo la anulación de los estatutos de autonomía sino también la prohibición explícita de utilizar y de enseñar las lenguas vernáculas o en las lenguas vernáculas, en el sistema educativo. Sin embrago, esta intransigencia lingüística no fue constante y rígida durante los cuarenta años de dictadura. Se pueden distinguir dos etapas.
La primera (desde la Guerra Civil hasta finales de los años cincuenta) puede ser caracterizada por la intransigencia lingüística hacia las lenguas regionales y por la defensa a ultranza del monolingüismo en español. Las lenguas vernáculas no eran reconocidas oficialmente como realidades tangibles y se prohibió expresamente su enseñanza y su uso en el sistema educativo (como lengua vehicular), en el Registro Civil, en la redacción de los estatutos de asociaciones o sociedades, en las denominaciones de marcas, nombres comerciales, rótulos de establecimientos, etc. (Orden de 18 de mayo de 1938 y Orden del Ministerio de Industria y Comercio de 20 de mayo de 1940). Para esto, el Régimen Franquista dispuso de instrumentos muy potentes y eficaces: la escuela, los medios de comunicación social y todos los poderes y resortes del Estado.
En la segunda etapa (desde finales de los cincuenta hasta la desaparición de la Dictadura, en 1975), ante la necesidad de apertura internacional para asegurar la viabilidad del Régimen Franquista, se hizo la vista gorda y se empezó a tolerar aquello que estuvo prohibido durante la primera etapa (Orden de 14 de noviembre de 1958 y Orden de 20 de junio de 1968). En efecto, se volvieron a permitir los nombres regionales en el Registro Civil; se toleró la reaparición o el nacimiento de asociaciones o instituciones culturales, que jugarán un papel importante en la recuperación de las lenguas regionales (Institut d’Estudis Catalans, Omnium Cultural y Rosa Sensat, en Cataluña; los Cursos de Llengua Valenciana, en la región valenciana; la Obra Balear y el Institut d’Estudis Eivisencs, en Baleares); o se fue condescendiente con formas de enseñanza proscritas hasta entonces (las ikastolas, en el País Vasco y Navarra).
Ahora bien, habrá que esperar hasta la Ley General de Educación (LGE) de 1970 para que se produzca un reconocimiento formal y oficial de la realidad plurilingüe española y para que las lenguas regionales pudieran ser tenidas en cuenta, enseñadas y aprendidas en los niveles de Preescolar y Educación General Básica (EGB) (cf. Art. 1, 14 y 17 de la LGE). En realidad, la LGE fue papel mojado, ya que sólo con los decretos de aplicación de 1975 (Decreto 1433/1975, de 30 de mayo y Decreto 2929/1975, 31 de octubre), se hicieron efectivas, sobre el papel, las previsiones de la LGE, precisando el horario, la evaluación de la enseñanza de las lenguas regionales, así como la formación del profesorado que debía asegurar estas enseñanzas.
Así pues, desde el punto de vista lingüístico, se puede afirmar, que España fue, oficial y legalmente, un monocromático desierto lingüístico desde el inicio del Régimen Franquista y hasta la muerte de F. Franco (1975). Con la desaparición física del dictador y la aprobación de la Constitución de 1978, se va a iniciar el proceso para salir del “desierto lingüístico” y penetrar en lo que he denominado el “oasis sociolingüístico español”, en el que los ciudadanos de las distintas regiones de España recuperaron su pasado, sus tradiciones y sus derechos lingüísticos. Así, un nuevo mosaico lingüístico, fruto de la Transición, empezó a alicatar de nuevo el mapa de España.
Ahora bien, este reconocimiento y la recuperación de las lenguas y de los derechos lingüísticos de los ciudadanos han conducido, en las CC. AA. con dos lenguas oficiales, hacia una “entropía lingüística”, provocada por la presión de los partidos nacionalistas-independentistas de todo cuño, radicales y menos radicales, de derecha y de izquierda, en el poder o en la oposición. Esta entropía, por un lado, está en el origen de fuertes polémicas, de tomas de posición, de tormentas mediáticas, etc. en las que “la visceralidad y el prejuicio apasionado se han impuesto al rigor técnico o al sentido común”, Vidal-Quadras dixit. Y esto podría poner en peligro, a corto o a medio plazo, la viabilidad del oasis lingüístico español y la paz sociolingüística, “creando división donde sólo hay unión y conflicto donde sólo hay armonía” (Vidal-Quadras). Por otro lado, la citada entropía sería la manifestación palmaria de que las cuestiones lingüísticas no han sido correctamente planteadas ni gestionadas y de que habría que repensar las políticas lingüísticas y educativas, aplicadas desde 1975. Esto será objeto de nuestras próximas cogitaciones.
Coda: « Je ne demande pas à être approuvé, mais à être examiné et, si l’on me condamne, qu’on m’éclaire » (Ch. Nodier).
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